miércoles, 14 de febrero de 2007

La crisis económica de los 70 dejó en mi pueblo decenas de caserones abandonados que sus antiguos moradores no pudieron mantener y reconvirtió a los herederos de la burguesía vasca en una clase social medio-alta donde la distinción y altivez de los abuelos dejó paso a la tontería propia de los pijos en que se convirtieron sus nietos.

Como testigo de esa crisis, quedó la imagen con la que me despertaba cada mañana. Tenía tres plantas, una enorme ventana junto a la escalera de madera que las unía, un tejado abuhardillado y un par de torreones que le daban, si cabe, un aspecto más señorial.

De pequeño, los días de lluvía pegaba los morros al cristal de mi habitación (con el consiguiente cabreo de Amatxu) en busca de algún rastro de vida en esas paredes; y por las noches, las tormentas le daban un aspecto tétrico que me impulsaba a refugiarme en la cama cuando los claros y sombras que proyectaban los rayos dibujaban una sombra fantasmagórica en su interior.

Hay días como hoy, en los que las gotas de lluvia resbalando sobre los cristales, me recuerdan la visión desde la ventana de mi cuarto. Revestido de esa melancolía siento la necesidad de penetrar en moradas abandonadas, y rebusco entre la red de redes, palabras a la deriva, antiguos refugios de sentimientos que crisis de índole personal empujaron a descuidar, y trato de seguir el rastro de otros habitantes u otros fantasmas. Otras almas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es una pena que algunos hogares que cobijaron ideas, palabras, textos, fantasías, dolores, confidencias… se vayan llenando de telarañas y cubriéndose de polvo.

Siempre queda la esperanza de que alguien vuelva a recuperar lo que un día fue parte de esas personas.

Día de lluvia, propicio para la melancolía..